3.2. UU.LL. Cheste – Valencia (6ª parte)

Eran tiempos aquellos, en los que en ocasiones, utilizábamos una forma sencilla para recordar o asimilar tantos compañeros nuevos de golpe. Solíamos rebautizarnos y llamarnos, no por el nombre que siempre era mas difícil de recordar, sino por la localidad de origen. Algunos se convertían con mas facilidad que otros en el “Madriles”, el “Sevilla”, el “Valencia”... al menos en aquellos primeros meses. Con el transcurso del tiempo, serian los menos los que se quedasen con el nuevo nombre. La mayoría acabaríamos siendo llamados y conocidos por el nombre o el apellido. A esto ayudaría sin ningún lugar a dudas, los pases de lista diarios en cada clase, con cada profesor.

Lo que si aprendimos rápido, es que nos encontrábamos no solo estrenando edificios, camas, ropa..., también estábamos estrenando una nueva forma de recibir formación. Una de las cosas nuevas que nos llamaba la atención a todos, es que además de un profesor para cada asignatura, no eran los profesores los que salían y entraban en el aula y nosotros, los alumnos, permanecíamos en un aula sin movernos. Todo lo contrario. Existía un aula de literatura, otra de geografía e historia, de cada una de las materias y éramos los alumnos los que rotábamos por cada una de ellas. También por los laboratorios de física y química, de idiomas y por los talleres de madera, de dibujo...

Todo tenia su lógica y es que, también novedoso, los libros de cada materia estaban en cada una de las aulas. No tenían dueño y además en cada aula y por cada materia, existían varios libros de texto de distintas editoriales: SM, Brugera, Paidos... y además, también disponíamos de otros materiales didácticos como diccionarios, libros de consulta... ¡Un verdadero lujo! Mas allá de novedades que lógicamente nos llamaban la atención, lo cierto y real es que estábamos formando parte de un experimento, de una forma nueva de impartir enseñanza.

Era el comienzo, la puesta en marcha de un nuevo sistema de aprendizaje. Nos explicaron que no habría exámenes finales, que las notas se conseguían en el día a día y en los exámenes parciales. Ahora no consistía tanto en que aprendiésemos de memoria, como de aprender a consultar las distintas fuentes de información a nuestro alcance y ser capaces de poder desarrollar los distintos temas que se trataban en cada asignatura.

Desde luego que lo mas moderno y yo diría que hasta futurista, para mi, fueron los laboratorios de Física y Química con sus bancadas y banquetas, sus probetas y pipetas y los laboratorios de idiomas donde cada uno teníamos nuestro puesto acristalado con los cascos y el micrófono. Todos sentados frente a la mesa, micrófono y cascos del profesor y de una pantalla donde nos proyectaban las historietas de dibujos con los personajes del libro.

De todas aquellas maravillosas experiencias y novedosas sensaciones, lo que mas me gustaba eran las horas del taller de dibujo y del taller de madera. Solo los que estuvimos allí podemos recordar aquellos trabajos en dibujo con rotuladores anchos que emulaban las tendencias mas pop del momento y que en aquella España gris, pocos afortunados conocían y de esos pocos, la mayoría lo llego a conocer por la estética de las carátulas de algunos vinilos; autenticas obras de arte de la sipcodelia.

De mi profesora de dibujo, creo que estuve enamorado durante mucho tiempo y eso que su marido era también profesor de dibujo y andaba siempre rondando el taller. Un matrimonio jovencísimo con pinta de acabar de llegar de Londres. Ella, aquel primer trimestre de invierno, antes de las navidades, abrigaba su dulzura con un abrigo de cuero marrón oscuro, curtido, con una abundante pelambrera de no se si lana o que, rodeando el cuello y llegando hasta la mitad de los botones. Cuando, años después, alcance a conocer el movimiento hippie, me percate que ella era la primera hippie que yo había conocido... su estilo, los trabajos y dibujos que ejecutamos bajo su dirección y tutela hablaban por si solos. Para ser mas exacto y diría yo que justo, llegado el momento y con suficientes elementos de juicio, tanto a ella como el vago recuerdo que me quedo de su marido, acabe clasificándolos en hipíes de cartón piedra... Transmitían, sin esforzarse nada o sin poder evitarlo, que pertenecían a una clase social alta. Sus gestos, expresiones y forma de relacionarse, finalmente los delataba como niños de familia bien o muy bien vestidos a la ultima moda...estética hippie muy cuidada...

Todo lo contrario que el Sr. Mesa, mi profesor en el taller de madera. El Sr. Mesa transmitía una imagen de currante desde el primer segundo hasta el final. Imagen que se reforzaba cuando le veías como manejaba la segueta o el serrucho, el berbiquí o la escofina... Era todo amabilidad, ni una voz mas alta que otra incluso cuando nosotros mismos calificábamos de autentica mierda alguno de nuestros trabajos. Con el he podido comprender cuanta verdad hay en eso de Dios premia a los buenos y castiga a los malos o lo de a quien hierro mata a hierro muere. Si yo era uno de los que a sus espaldas me reía y me burlaba de los pelos que el Sr. Mesa, un señor ya maduro, dejaba crecer en su nariz... Ahora cuando afeitándome me miro con las gafas puestas en el espejo, descubro que no tengo nada que envidiar a aquella nariz de la que me mofaba. Creo que hasta si no me pasaran de cuando en cuando el “corta césped” tendría incluso mas melena que mi profesor. ¡Que dura es la vida...!.

Poco antes de terminar aquel primer trimestre en Cheste y que llegasen las vacaciones de Navidad, también experimente una nueva sensación, un nuevo aprendizaje; el único en mi vida del que tantas veces me arrepentiría y que finalmente acabaría abandonando después de muchos intentos fallidos. ¡Aprendí a fumar!.

Kike fue mi maestro. Consiguió que venciera las toses y lo que desagradable tenia tragar aquellas primeras bocanadas de humo. No debió de costarle mucho conseguirlo, ya que entonces el saber fumar era claro exponente de hombría y los candidatos a fumadores lo sabíamos y lo apreciábamos tanto que las toses, los mareos o las arcadas las superábamos como podíamos con tal de conseguir el objetivo.

Kike, el rubio de mi habitación, compañero de clase en el Juan XXIII y de jugar en los recreos al rescate, las bolas, a los montones con los cromos o al triangulo con los muñequitos que venían en los triguetones o los bonnys,; tenia muchas horas de billares.

En Madrid vivía en la calle Galileo, cerca de los billares de la estación de metro de Quevedo, donde el había recibido clases avanzadas de pícaro, de fumar y seguramente de todo lo que solo puedes aprender a los once años entre jugadores de billar francés y futbolines.

Pese a no poder salir de la Laboral y de por supuesto estar prohibido fumar, ¡ahí nos tenias con un paquete de celtas cortos aprendiendo el vicio...!

Enrique, Kike para la familia y los amigos, había salido con una de sus hermanas de permiso el fin de semana a Valencia y en un despiste de esta consiguió comprar y esconder el paquete de Celtas. Metidos en el calcetín era su escondite favorito.

Veinte Celtas. Celtas cortos, los había largos y con filtro. El escalón mas bajo y barato de lo que podía fumarse. Veinte celtas cortos que nos duraban una eternidad y que solo podíamos encender en los servicios poco frecuentados o en pleno campo, donde solo nosotros oliésemos y viésemos el humo que desprendían.

Echando el humo por la nariz, a mas de trescientos kilómetros de casa y con tal cúmulo de nuevas experiencias, no podíamos evitar sentirnos mas hombres que niños, mas machotes y mas golfos que el resto de chavales.

(Continuara...)